Muere fotógrafo que captó el horror tras las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, Joe O'Donnell.

. domingo, 12 de agosto de 2007
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TOKIO.- El fotógrafo estadounidense Joe O'Donnell, conocido por sus retratos de Hiroshima y Nagasaki tras las bombas atómicas de 1945, falleció a los 85 años en Estados Unidos.
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O'Donnell, quien tuvo problemas de salud debido a la radiación recibida en las dos ciudades sobre las que cayeron las bombas atómicas norteamericanas, murió el viernes en un hospital de Nashville, precisaron hoy los medios japoneses.
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Sus impactantes fotos de los devastadores bombardeos del 6 de agosto de 1945 en Hiroshima (140.000 muertos) y del 9 de agosto en Nagasaki (70.000 muertos), lo hicieron célebre en todo el mundo.
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O'Donnell, quien se desempeñó como fotógrafo de los Marines en septiembre de 1945 y vivió luego siete meses en Japón, utilizó su cámara personal para registrar las imágenes del desastre.
Su foto más conmovedora es la de un niño en Nagasaki que, con la mirada fija en el vacío, transporta sobre su espalda el cadáver de su hermano pequeño al crematorio.
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A partir de 1949 O'Donnell fue el fotógrafo oficial de la Casa Blanca
bajo los mandatos de Harry Truman, John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson. Joe O'Donnell estaba casado con una fotógrafa japonesa, Kimiko Sakai.
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Su Historia.
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Dos semanas después de que cayó la segunda bomba en Nagasaki, llegaron los primeros marines norteamericanos para evaluar la situación; junto a ellos venía Joe O’Donnell, un fotógrafo del ejército encargado de plasmar las imágenes de la destrucción.
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Así O’Donnell comienza esta difícil tarea que, pese a la censura, logró sacar a la luz después de 60 años, a través de su libro "Japan 1945", donde exhibe las fotografías y relata su paso por el infierno.
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Camino a Nagasaki Joe O’Donnell relata así algunos pasajes de su historia:
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“Por el olor supe que estábamos cerca. Si alguna vez usted ha sentido el hedor de un perro muerto al costado del camino, tendrá una idea de cómo era el asunto. Había moscas y gusanos por todas partes. El olor comenzaba un par de millas antes de que pudiéramos ver algo.
Era difícil ver Nagasaki, porque estaba rodeada de una serie de colinas. Cuando nos acercamos no era el olor el que crecía todopoderoso, sino que el silencio. No había nada: ni pájaros, ni viento que soplara, nada que hiciese pensar que de verdad alguna vez se había levantado una ciudad en ese lugar.
Cuando llegué a la cima de la colina, vi una pequeña escuela hecha de bloques de cemento, gran parte de la cual todavía estaba en pie. Entré en una de las salas y ahí estaban: treinta o más niños en sus pupitres, sentados en silencio, reducidos a cenizas. (...) La ladera del cerro debió haber conducido la onda expansiva hacia arriba, salvando al edificio, pero incinerando a todos en su interior.”
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Cuando O’Donnell supo que debía volver, en una arriesgada maniobra, decidió esconder los negativos dentro de las cajas de papel fotográfico, las que afortunadamente no fueron revisadas.
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“No sé que habría pasado si hubiesen revisado mis pertenencias y encontrado los negativos. Habrían confiscado las imágenes e incluso podrían haberme mandado a la cárcel. Ninguno, en nuestro lado, sabía como reaccionar frente a la bomba atómica: si ser explícitos y estar orgullosos de ello o mantenerlo en secreto y avergonzarse.”
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